lunes, 7 de noviembre de 2011

My own yellow brick road


Si me paro a pensarlo, la recuperación es una cuesta arriba, distinta para cada persona: para unos estrecha, para otros muy amplia; solitaria o concurrida; más o menos empinada y más o menos fatigosa; recta, sinuosa o con muchas curvas; con o sin aceras; de asfalto o empedrada. Como es una cuesta hacia arriba y la mayoría somos cómodos por naturaleza, tardamos en arrancar y decidirnos a subirla. Ganas puede que tengamos, pero el miedo suele estar alrededor, como un arbusto que nos protege del frío mientras nos pincha. No sabemos qué calle o qué edificios nos vamos a encontrar cuando lleguemos allí arriba, incluso pensamos que no tenemos fuerza para subir tan alto y nos damos por vencidos antes de empezar a andar.

Pero cuando decides subir, acabas llegando. Algunas  veces tropezamos (una piedra, una cáscara de plátano que alguien ha dejado, nuestros cordones…), puede que perdamos el equilibrio y nos caigamos, incluso que bajemos de culo (o de cabeza) la cuesta, y deshagamos el camino ya andado. Pero, entonces, ya habremos cogido práctica, nuestras piernas estarán entrenadas para caminar y nuestro corazón se habrá acostumbrado a bombear sangre a todas las células de nuestro cuerpo. Si nuestro calzado no nos acompaña, tendremos que tirarlo; si hay demasiado calor, buscar la sombra, quizás pedir agua a algún vecino del barrio, o gritarlo a los cuatro vientos a ver qué pasa (las nubes oyen, tal vez nos regalen una agradable lluvia de la que beber).

Mi cuesta arriba ha sido recta, con alguna sinuosidad, con unas cuantas aceras en las que he tenido que parar y desde las que he mirado hacia atrás –hacia abajo-. Más de una vez me he sentado en el suelo y he necesitado respirar hondo y dormir, y olvidar.

Abajo del todo, en el punto donde empezaba mi cuesta, dejé a gente. Ni si quiera me despedí.

En mi camino de subida la calle estaba vacía, a veces un transeúnte. Es una calle con edificios de color gris claro. Las puertas y ventanas no daban directamente a la calle, sino a otras transversales que nacían o desembocaban en ella. Desde las ventanas alguna persona miraba como quien mira un paisaje, y en algunos momentos oí a alguien canturrear. Es mi camino, yo necesitaba que fuera así: tranquilo y muy solitario. Me costó que mis padres entendieran que yo necesitaba ese silencio, pero lo aceptaron; no lo han dicho, pero sé que valoraron mis respuestas escuetas, mis sonrisas y la mejora de mi ánimo. No sé cómo habrán valorado mis enfados, mis negativas y mi opinión contraria o diferente a la suya. A mí me han venido bien.

Y tan solitario ha sido mi camino –por voluntad y por miedo propios- que en algunos momentos me he encontrado sola, sobre todo al principio. Era una soledad que ya sentía cuando estaba abajo, una sensación de vacío y desesperanza, un miedo atroz que me paralizaba. Pero he subido, ya estoy aquí arriba.

Ha sido una cuesta empedrada. Mis zapatos eran de suela fina y a cada paso notaba lo que había debajo. Me dolían los pies al caminar y de algunas rozaduras (dolores persistentes y recurrentes) me han salido callos. A esos les cuesta atravesar la piel, las durezas me protegen ahora, aunque para conseguirlas he tenido que sufrir. No es que abajo no sufriera, sufría más y por casi todo (por muchas más cosas). De hecho, el dolor se convierte en un bucle: la sensibilidad es máxima y el dolor cala aunque sea lluvia fina, y como ya estás mojada, sientes más frío, y tiritas; no te secas, guardas la lluvia dentro de ti, con su frío, pero nunca sale y de hacerlo es a borbotones (gritos, llantos, portazos, heridas); sufres por haberlo dejado salir, por lo que has hecho: el dolor aumenta, más malestar. Y como te sientes tan mal, cualquier gota que caiga de una terraza, aunque se quede a tus pies, te hace llorar. A veces, hasta buscas tú la lluvia porque sentir más frío, más dolor se convierte en lo normal, e incluso te reconforta (todo sigue igual, al menos).

Hasta que llega un momento que alguien (el terapeuta) te pregunta qué has hecho para cambiarlo y te recuerda que eso es “más de lo mismo”. ¿Qué puedo hacer, entonces?, es la pregunta que surge. Buscas soluciones -por imaginación que no sea (me fluye a raudales, a veces creo que si tuviera un poquito más, o la liberara con más frecuencia acabaría con esquizofrenia. Mejor no busco más, me quedo sólo con estas dos soluciones primeras). Y cuando encuentras nuevas formas de afrontar lo que te disgusta, lo que te duele o lo que, simplemente, no quieres afrontar, sientes miedo. “Esto no porque… es demasiado fuerte, se van a enfadar, qué van a pensar”. “Pero tengo que hacerlo” te insistes. Pero no lo haces. Al menos al principio no, yo no: me cuesta arrancar. Se está bien en la seguridad de la acera, mirando arriba y abajo de la cuesta, no me atrevo ni a levantarme. Casi mejor me quedo sentadita, duermo un rato, observo la calle, me observo a mí sentada, lo que hago y lo que dejo de hacer.

Y vuelves a la siguiente sesión: “más de lo mismo”. Despiertas de tu siesta: ¿Qué hago aquí? Venga, va, ya has descansado bastante, muévete, un par de pasitos. No parece tan mala la dirección que lleva esta cuesta, lo que he recorrido está bien o regular.

Y en las dos siguientes sesiones ríes, te quejas, te planteas nuevas preguntas y encuentras nuevas soluciones. Y en la siguiente vuelves a oír “más de lo mismo”. Lloras, estás aterrada, tu cabeza niega con fuerza mientras tus labios se aprietan el uno al otro. Te vuelves a sentar –en la acera-, pero esta vez te cuesta dormir.

Siguiente sesión. Has dejado las lágrimas junto a una farola y te has tapado los oídos para no oír sus reclamos, así que llegas sonriendo. Te cambian de tema y tú misma te crees que has superado la última parada en la que tuviste insomnio.

Sigues subiendo por la cuesta y las lágrimas de la farola vuelven a ti como lanzadas por un tirachinas: te alcanzan por la espalda, impulsándote, y casi te caes. No quieres admitir aquello que aparcaste a la luz de la farola, sigue en la oscuridad, así que lloras desconsoladamente al ver una película y te dedicas a limpiar, cocinar, jugar con el perro, todo menos enfrentarte al causante real de tus lágrimas.

Vacaciones. No hay sesión, te tienes que enfrentar tú sola. Sigues observando a tu alrededor, mirando a la farola. Un viandante. Unas palabras. Más siesta, más observar, el mismo olvido.

Dos días antes de la primera sesión tras las vacaciones una reflexión te lleva  a otra. La farola se apaga y el sol desde lo alto de la cuesta te reclama. Subes un par de pasos…


Así hasta llegar arriba. Así durante años. Y así quiero seguir. Porque siento que el camino de mi vida sigue en pendiente. En verdad, creo que el camino vital de la mayoría de las personas es hacia arriba, con sus paradas y sus bajadas, pero hacia arriba, un camino hacia el cielo, podría pensar. Un camino que, me gusta pensar, es de color amarillo, un color neutro, alegre, el color del sol y su luz,  un color ligado al pensamiento. ¿Qué habrá al final?

Follow your own yellow brick road

1 comentarios:

galvensaade dijo...

Titanium Grappen, Titanium, & Other Stainless Bike Parts - KitHorse
· · revlon hair dryer brush titanium · titanium vs ceramic flat iron · · babyliss titanium flat iron · titanium watches Bicycle Parts | titanium septum ring KitHorse Parts | KitHorse Parts.