martes, 29 de noviembre de 2011

Cuando el miedo, feroz, se presenta ante ti, cuando una dificultad se pone delante y te agobia tanto que no sabes qué sientes, ahí está el recuerdo, acercándote al presente como una imagen borrosa, como un sentimiento que te sube de las tripas a la cabeza, una asociación inmediata entre sentimiento y acción. Lo que el recuerdo te acerca es ese mecanismo de desahogo que en un momento usaste. Sin embargo, cuerpo y mente se comportan ahora de forma distinta: los pulmones cogen más aire, la mirada se pierde, concentrada en un punto imposible de descifrar, y el pensamiento, no despejado pero sí realista, te habla: "un desahogo momentáneo, no sirve de nada; no va a solucionar nada." Y una milésima de segundo después:
-¿Qué te pasa realmente? ¿Qué sientes?
-Agobio
-¿Qué te lo provoca?
Silencio. Y tu pensamiento que se responde en un diálogo interno:
-Todo, un montón de cosas, un montón de situaciones. Que no tengo tiempo para nada. Que me falta tiempo. Que me agobio en casa, que me agobia mi familia. Que quiero huir de todo; de nuevo pienso en largarme a Inglaterra y en vivir sola. Que sueño demasiado, y los sueños no se cumplen. ¿A quién quiero engañar?

Lágrimas absorvidas por la manga roja de la camiseta, los ojos que se cierran; siento la manta calentándome el cuerpo y la subo hacia el pecho: que me caliente el corazón. Unos minutos de desconexión, una brevísima siesta que no había planificado.

Él sale de su habitación, anda por la casa y vuelve a su cuarto. Pone la música, la baja. Luego la apaga. Vuelve a salir y retorna a su ordenador. No se asoma a la puerta abierta de la habitación en la que estoy, no pone la música. Pobre, piensa que estoy leyendo e intenta respetar mi necesidad de silencio y concentración. Él también está agobiado. También tiene lo suyo, sólo que no le gusta hablar de ello más que de vez en cuando.

La necesidad de desahogarse vomitando se ha esfumado. Pienso en ello. He llorado, he dormido y ¿qué más puedo hacer? Tengo que ponerle palabras. Me cuento lo primero que se me pasa por la cabeza y me doy mis motivos menos reflexionados de todos, porque los dejo fluir, sin trabas ni prejuicios. Sólo yo los escucho.
-Es importante ponerle palabras a los sentimientos, "objetivar" y "subjetivar" emociones es lo único que nos libera de ellas.
-Pero ya estoy poniéndole palabras, estoy pensando en lo que me ocurre, cómo lo siento y lo estoy etiquetando con palabras. Es una manera de expresarlo y poder comprenderlo.
-Quizás no sea suficiente.
Suena el botón del ordenador, después la bienvenida de Windows. El ratón se acerca al icono de Firefox, tecleo usuario y clave. Escribo. Reviso. "Publicar".

lunes, 7 de noviembre de 2011

My own yellow brick road


Si me paro a pensarlo, la recuperación es una cuesta arriba, distinta para cada persona: para unos estrecha, para otros muy amplia; solitaria o concurrida; más o menos empinada y más o menos fatigosa; recta, sinuosa o con muchas curvas; con o sin aceras; de asfalto o empedrada. Como es una cuesta hacia arriba y la mayoría somos cómodos por naturaleza, tardamos en arrancar y decidirnos a subirla. Ganas puede que tengamos, pero el miedo suele estar alrededor, como un arbusto que nos protege del frío mientras nos pincha. No sabemos qué calle o qué edificios nos vamos a encontrar cuando lleguemos allí arriba, incluso pensamos que no tenemos fuerza para subir tan alto y nos damos por vencidos antes de empezar a andar.

Pero cuando decides subir, acabas llegando. Algunas  veces tropezamos (una piedra, una cáscara de plátano que alguien ha dejado, nuestros cordones…), puede que perdamos el equilibrio y nos caigamos, incluso que bajemos de culo (o de cabeza) la cuesta, y deshagamos el camino ya andado. Pero, entonces, ya habremos cogido práctica, nuestras piernas estarán entrenadas para caminar y nuestro corazón se habrá acostumbrado a bombear sangre a todas las células de nuestro cuerpo. Si nuestro calzado no nos acompaña, tendremos que tirarlo; si hay demasiado calor, buscar la sombra, quizás pedir agua a algún vecino del barrio, o gritarlo a los cuatro vientos a ver qué pasa (las nubes oyen, tal vez nos regalen una agradable lluvia de la que beber).

Mi cuesta arriba ha sido recta, con alguna sinuosidad, con unas cuantas aceras en las que he tenido que parar y desde las que he mirado hacia atrás –hacia abajo-. Más de una vez me he sentado en el suelo y he necesitado respirar hondo y dormir, y olvidar.

Abajo del todo, en el punto donde empezaba mi cuesta, dejé a gente. Ni si quiera me despedí.

En mi camino de subida la calle estaba vacía, a veces un transeúnte. Es una calle con edificios de color gris claro. Las puertas y ventanas no daban directamente a la calle, sino a otras transversales que nacían o desembocaban en ella. Desde las ventanas alguna persona miraba como quien mira un paisaje, y en algunos momentos oí a alguien canturrear. Es mi camino, yo necesitaba que fuera así: tranquilo y muy solitario. Me costó que mis padres entendieran que yo necesitaba ese silencio, pero lo aceptaron; no lo han dicho, pero sé que valoraron mis respuestas escuetas, mis sonrisas y la mejora de mi ánimo. No sé cómo habrán valorado mis enfados, mis negativas y mi opinión contraria o diferente a la suya. A mí me han venido bien.

Y tan solitario ha sido mi camino –por voluntad y por miedo propios- que en algunos momentos me he encontrado sola, sobre todo al principio. Era una soledad que ya sentía cuando estaba abajo, una sensación de vacío y desesperanza, un miedo atroz que me paralizaba. Pero he subido, ya estoy aquí arriba.

Ha sido una cuesta empedrada. Mis zapatos eran de suela fina y a cada paso notaba lo que había debajo. Me dolían los pies al caminar y de algunas rozaduras (dolores persistentes y recurrentes) me han salido callos. A esos les cuesta atravesar la piel, las durezas me protegen ahora, aunque para conseguirlas he tenido que sufrir. No es que abajo no sufriera, sufría más y por casi todo (por muchas más cosas). De hecho, el dolor se convierte en un bucle: la sensibilidad es máxima y el dolor cala aunque sea lluvia fina, y como ya estás mojada, sientes más frío, y tiritas; no te secas, guardas la lluvia dentro de ti, con su frío, pero nunca sale y de hacerlo es a borbotones (gritos, llantos, portazos, heridas); sufres por haberlo dejado salir, por lo que has hecho: el dolor aumenta, más malestar. Y como te sientes tan mal, cualquier gota que caiga de una terraza, aunque se quede a tus pies, te hace llorar. A veces, hasta buscas tú la lluvia porque sentir más frío, más dolor se convierte en lo normal, e incluso te reconforta (todo sigue igual, al menos).

Hasta que llega un momento que alguien (el terapeuta) te pregunta qué has hecho para cambiarlo y te recuerda que eso es “más de lo mismo”. ¿Qué puedo hacer, entonces?, es la pregunta que surge. Buscas soluciones -por imaginación que no sea (me fluye a raudales, a veces creo que si tuviera un poquito más, o la liberara con más frecuencia acabaría con esquizofrenia. Mejor no busco más, me quedo sólo con estas dos soluciones primeras). Y cuando encuentras nuevas formas de afrontar lo que te disgusta, lo que te duele o lo que, simplemente, no quieres afrontar, sientes miedo. “Esto no porque… es demasiado fuerte, se van a enfadar, qué van a pensar”. “Pero tengo que hacerlo” te insistes. Pero no lo haces. Al menos al principio no, yo no: me cuesta arrancar. Se está bien en la seguridad de la acera, mirando arriba y abajo de la cuesta, no me atrevo ni a levantarme. Casi mejor me quedo sentadita, duermo un rato, observo la calle, me observo a mí sentada, lo que hago y lo que dejo de hacer.

Y vuelves a la siguiente sesión: “más de lo mismo”. Despiertas de tu siesta: ¿Qué hago aquí? Venga, va, ya has descansado bastante, muévete, un par de pasitos. No parece tan mala la dirección que lleva esta cuesta, lo que he recorrido está bien o regular.

Y en las dos siguientes sesiones ríes, te quejas, te planteas nuevas preguntas y encuentras nuevas soluciones. Y en la siguiente vuelves a oír “más de lo mismo”. Lloras, estás aterrada, tu cabeza niega con fuerza mientras tus labios se aprietan el uno al otro. Te vuelves a sentar –en la acera-, pero esta vez te cuesta dormir.

Siguiente sesión. Has dejado las lágrimas junto a una farola y te has tapado los oídos para no oír sus reclamos, así que llegas sonriendo. Te cambian de tema y tú misma te crees que has superado la última parada en la que tuviste insomnio.

Sigues subiendo por la cuesta y las lágrimas de la farola vuelven a ti como lanzadas por un tirachinas: te alcanzan por la espalda, impulsándote, y casi te caes. No quieres admitir aquello que aparcaste a la luz de la farola, sigue en la oscuridad, así que lloras desconsoladamente al ver una película y te dedicas a limpiar, cocinar, jugar con el perro, todo menos enfrentarte al causante real de tus lágrimas.

Vacaciones. No hay sesión, te tienes que enfrentar tú sola. Sigues observando a tu alrededor, mirando a la farola. Un viandante. Unas palabras. Más siesta, más observar, el mismo olvido.

Dos días antes de la primera sesión tras las vacaciones una reflexión te lleva  a otra. La farola se apaga y el sol desde lo alto de la cuesta te reclama. Subes un par de pasos…


Así hasta llegar arriba. Así durante años. Y así quiero seguir. Porque siento que el camino de mi vida sigue en pendiente. En verdad, creo que el camino vital de la mayoría de las personas es hacia arriba, con sus paradas y sus bajadas, pero hacia arriba, un camino hacia el cielo, podría pensar. Un camino que, me gusta pensar, es de color amarillo, un color neutro, alegre, el color del sol y su luz,  un color ligado al pensamiento. ¿Qué habrá al final?

Follow your own yellow brick road

jueves, 3 de noviembre de 2011

Sí, los trastornos de alimentación se superan

Yo he superado uno. Hace cuatro días que la psiquiatra me ha dado el alta. Llevo tres años en terapia, aunque seguiré asistiendo unos meses más. En mi adolescencia ya fui a otro psicólogo; se ve que no fue suficiente. Me sirvió en su momento para mejorar mi estado de ánimo, mejor dicho, para mejorar mi diálogo interior. No sé cómo se llama ese tipo de terapia: ¿cognitiva, conductual? El nombre me da igual; los resultados son los que me importan. Aprendí a detectar la forma negativa en la que me hablaba y, sobre todo, a detectar cada “siempre”, “nunca”, “nada” o “todo” que cruzara mi pensamiento. Para ellos creé un filtro, el de la pregunta: “¿todo, todo?, ¿siempre?, ¿nada?, ¿nunca?”. Gracias a esto aprendí a relativizar: casi siempre, la mayoría de las veces, muy poco, hasta ahora nada, etc. También entonces tuve mi primer contacto desde un punto de vista psicológico (o terapéutico) con el perfeccionismo. Me ayudó mucho, tanto que empecé a suspender en el instituto…
Pero aquello no era el origen, eran sólo algunos síntomas, algunas conductas repetidas y vicios del lenguaje que empleaba conmigo misma. Gracias a que fueron tratados en su momento, mi caso no ha sido grave (esto es lo que me digo ahora que lo veo desde la distancia ya que no acepto –aún no- que haya sido para tanto).
He aprendido muchas cosas en el camino, como las podía haber aprendido de otra manera, porque todos aprendemos, pero yo lo he hecho a mi manera, en mi momento y a mi ritmo. He aprendido más tarde que otras personas de mi alrededor, pero también más profundo, porque el aprendizaje ha sido más intenso y tanto yo como mi terapeuta hemos influido para que haya abarcado distintos campos de la vida (de mi vida).




domingo, 2 de octubre de 2011

Continuando el blog

¡Hola!
Estoy pensando en actualizar el blog, con la idea de retomarlo de cuando en cuando.
¡Vida nueva, diseño nuevo! (Sólo es una forma de expresarlo.)
Ahora lo veo algo recargado y me gustan los colorines, pero  no sé cómo de atractivos sean.
¡¡Se aceptan sugerencias!! (por favor!!!)

Besos